¿Cuándo aprender algo deja de ser
divertido? Probablemente cuando nos hacen sentir que lo que verdaderamente
merece la pena alcanzar es un resultado.
¿Cómo es posible que a un niño
que no sabe leer o que está en pleno proceso de aprendizaje le entusiasmen
tanto los libros y a uno con diez o doce años no quiera abrir ninguno si no es
por obligación? Aquí falla algo.
Así vamos dejando de sentir
curiosidad, o por lo menos, no nos permitimos seguir ese impulso de descubrir. Y
esto ocurre de forma paulatina, claro.
Si ahora mismo tuviéramos que
aprender a la edad de treinta o cuarenta años, probablemente la mitad no
montaría en bici o no conocería el proceso de una planta desde que es semilla
hasta que crece y se desarrolla.
Esta falta de interés es causada,
entre otras cosas, por el miedo a fracasar que suele ir acompañada de una
imagen de nosotros mismos poco alentadora. No nos sentimos capaces o nos
creemos torpes, o ambas y preferimos que otros lo hagan porque son mejores. Todo
un proceso negativo desarrollado a través de los años.
Debido al daño que nos generan
con todos esos mandatos enfermos, con todas las obligaciones, la presión de ser
mejores, de competir desde nuestra primera ficha escolar, las dificultades y el
miedo a no cumplir las expectativas y por lo tanto, decepcionar, acaban
superando la motivación.
El descubrimiento, la manera de
proceder y de aprender de cada uno debe ser en libertad y sin presiones de
ningún tipo, de lo contrario se generará el efecto contrario. Los niños son creativos
y curiosos por naturaleza; es decir, que no tienen ningún problema para
aprender porque su motivación es total. Sólo hay que respetar cómo quieren
hacerlo y guiarles para que el aprendizaje siga siendo mágico y maravilloso en
sus vidas para siempre, lleno de gozo y disfrute, y no acaben aborreciendo todo lo que suene a “educativo”
en la adolescencia.
Por eso, ayudar a descubrir,
permitir que aprenda a su modo, a su ritmo es la mayor responsabilidad que
tiene un adulto con respecto al niño.
A menudo no sólo no actuamos de
esa manera sino que además comenzamos a reprochar lo que nosotros hemos causado
o propiciado: la tele, las maquinitas, que no hace nada, que se queda mirando
las musarañas,…
De ser así, hemos fracasado como
padres/adultos castrando su entusiasmo y su impulso condicionando que tenga
respuestas adecuadas.
Ser creativos y acompañar y
estimular el aprendizaje de un niño es nuestra responsabilidad como adultos y
como padres. Estos últimos a menudo se llevan la palma dando todo su poder al
sistema educativo. Es como si dijeran: “Yo no tengo ni idea de cómo se educa a
un niño. Mejor que lo hagan en el colegio y así me quedo con la conciencia
tranquila de que la educación y lo que debe saber y cómo, lo aprende allí”. Que
un padre o una madre haga eso es despojarse de todo su poder y de toda la
capacidad que tiene de estimular y orientar al niño para que el aprendizaje sea
puro disfrute.
La única manera de que un niño
siga entregado a descubrir, a crecer, a aprender, a mejorar es a través del
respeto y el amor por él. Por eso se fracasa en el sistema educativo que está
establecido, pero no es el niño el que fracasa, sino el sistema en sí. Por eso también
es fundamental que sean los padres los que protegen el buen funcionamiento del
aprendizaje y los que lo potencian y lo defienden.
No existen niños vagos, niños
espabilados, niños curiosos, niños aburridos, etc. Lo que existe es una buena
interacción con él o una mala y somos nosotros, los adultos, los que debemos
posicionarnos correctamente.
La comprobación de dónde estamos
serán los niños los que la corroboren con su comportamiento y buen o mal
funcionamiento, interacción, disfrute, motivación e impulso de aprendizaje. Es
decir, que si ellos están mal, somos nosotros los que debemos cambiar
urgentemente.
No desconectarse de los niñ@s que llevamos dentro ayuda a no ser una persona gris. Aprendamos de los niñ@s y respetémosles!! GRANDE, Maite!! Lorena.
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