27 de octubre de 2023

De la misma materia que los sueños

«Estamos hechos de la misma materia que los sueños» y así lo expresó William Shakespeare en La tempestad; bueno, lo hizo en inglés, claro. Y de eso estamos hechos todos los seres humanos. Todos, sin excepción. Hombres, mujeres, niños y niñas.

 

    Hagamos un ejercicio de imaginación. Cerremos los ojos y… Vale, todavía no, que si no es difícil seguir las indicaciones. Sin cerrar los ojos, conectemos con nuestras ilusiones, con las que teníamos en la infancia, con las que hemos cumplido, con las más puras, con las que nos ponen alegres, con las que nos hacen levantarnos cada día. Con las ilusiones que son posibles, que nos hacen felices.

 

    Después de mirar dentro de nosotros, ahora miremos hacia fuera y tratemos de conectar con el amor que sentimos por nuestra familia, por nuestros amigos, por todos nuestros seres queridos. Pensemos ahora en esas personas a las que queremos. ¿Acaso ellas no tienen esas mismas ganas de vivir, de soñar? Siendo personas a las que amamos, ¿no queremos que sean felices? Por supuesto que sí. Queremos lo mejor para ellas. Que no sufran enfermedades, ni desgracias, que vivan muchos años, que se realicen, que disfruten, que consigan logros, que cumplan sueños. Eso nos dibuja una amplia sonrisa y nos hace sentirnos en paz en la vida. Todo está bien.

 

    ¿Podemos ir un poco más lejos? ¿Podemos sentir que también eso les ocurre a las personas con las que no tenemos afinidad, que incluso nos caen mal o sentimos animadversión hacia ellas? A ver, que esas personas probablemente también tienen sueños y sienten amor, pero si no son respetuosos con las esperanzas y las ilusiones de otros, pues lo más seguro es que estén muy desconectados de las suyas propias, de las auténticas, de las primigenias, no de las artificiales o fabricadas. 

 

    Definamos ilusión: es la motivación que nace desde el amor para transformarse o transformar en algo mejor a uno mismo, a los demás o una situación. Seguro que hay definiciones de la RAE mucho más formales, pero ésta se podría aproximar a la idea de ilusión, de sueño, de buen deseo.

 

    Sentimos como extraños a los que están lejos, a los que pertenecen a otra cultura, a los que son de otra clase social, a aquellos con los que no compartimos el entorno próximo. 

 

   ¿Podríamos afirmar que estas personas que están lejos de nosotros ideológicamente también tienen corazón? ¿También sienten? Pues sí, como los desafinados -que decía la bossa de Jobim- que también tienen corazón.

 

    Sin embargo, ¿por qué nuestros sueños, nuestras emociones, el amor que sentimos creemos que es más profundo, más auténtico, más real que el de otras personas?

 

    Bueno, eso tiene un nombre de tres letras: ego. Difícil desprenderse de él, pero sí podemos tener conciencia de lo que significa. Y suele ser: “¡Anda que yo!” o, en otros casos, “¡Anda que tú!”. Todo gira en referencia a uno o una misma. Normal. Por eso es importante ese desarrollo de conciencia donde podemos eliminar las comparaciones jerárquicas. Yo no soy más ni el otro es menos. Yo no sufro más o mi amor es más intenso que el tuyo. Las emociones forman parte del ser humano para identificar nuestro bienestar o malestar: son una brújula que indica si vamos bien o vamos mal. Cierto es que la intensidad con la que se vive puede variar con la influencia de diferentes factores: desde la edad, la oportunidad, las hormonas, la idea que se tiene sobre la vida, el amor, las relaciones, etc. Pero el potencial es el mismo. De manera que si hay alguien que sufre en el otro lado del mundo porque ha perdido a un ser querido, podemos saber, si hacemos un acto de empatía, cómo se siente. O podemos acercarnos a esa emoción, aunque sus circunstancias sean muy diferentes a las nuestras. Sentir que los empobrecidos, los expoliados, los que viven en circunstancias adversas tienen bastante con preocuparse por sobrevivir y el amor está pensado para espíritus más elevados es ser bastante arrogante.

 

    Detrás de cada ser humano hay una historia, anhelos, recuerdos que llenan el planeta, que irradian una energía que afecta al resto de seres humanos. Aunque nos construyamos una torre de marfil para instalarnos en ella no somos impermeables a lo que ocurre a nuestro alrededor, aunque ‘este alrededor’ esté en las antípodas, a miles de kilómetros o en el barrio de al lado.

 

    Cuando no conseguimos empatizar con otros seres humanos, con sus sueños truncados, con su dolor, con su esperanza perdida es porque nos falta desarrollar conciencia. Nos centramos demasiado en lo emocional y en lo mental olvidando algo mucho más profundo como es el alma. Las emociones nos sirven de alerta para saber si algo marcha mal y poder resolverlo. Nuestra capacidad intelectual se pone al servicio de la conciencia para encontrar soluciones a la desigualdad, a la injusticia, al desamor, al miedo. Si eliminamos esa conciencia dejamos de ser seres humanos y somos solo humanos. Dejar de desarrollar conciencia se hace por miedo y por egoísmo. Que al final no deja de ser otra cosa que desamor.

 

  Empleamos mucho tiempo, mucho esfuerzo y mucha energía en obtener poder, en diferenciarnos, en ser mejores que otros, en ser especiales, en conseguir lo nuestro e invertimos mucho menos tiempo, esfuerzo y energía en desarrollar nuestra capacidad de amar, de empatizar, cuando es lo único que nos va a hacer sentirnos plenos, realizados y en armonía. ¿Por qué? Por miedo. Y el miedo nos lleva a ser pequeñitos. No nos atrevemos a salir de nosotros mismos, ni de nuestras creencias manteniendo prejuicios. Y nos convierte en seres egoístas porque desconfiamos de que la vida vaya a cuidar de nosotros si nosotros nos entregamos a otras causas en lugar de estar en nuestra cruzada exclusivamente.

 

    Aceptamos que a veces puede resultar difícil salir del estanque donde estamos tan a gusto para ir a nadar a un mar donde no hacemos pie. Pero el desarrollo al que hemos venido a este mundo nos lo vamos a perder aferrándonos a los logros personales en la sociedad en la que nos ha tocado (sobre)vivir. Y desarrollar conciencia aún no ha acabado con nadie, ni física, ni emocionalmente. 

 

    ¿Somos buenas personas? Dudo que alguien se reconozca como un mezquino sociópata. Y afirmamos: claro que soy buena persona. Entonces, ¿por qué no vamos a defender algo tan básico como el derecho a la vida y a la realización de todos los seres humanos sin excepción? Podemos hacer un repaso por nuestras creencias e ir limpiando prejuicios, culpabilizaciones y conceptos erróneos. Así el camino estará cada vez más libre para comprender al otro, comprender sus dificultades, sus circunstancias y denunciar las injusticias y desigualdades activamente, sin justificaciones ni culpabilizaciones.

 

    A una familia la desahucian de su casa, a una madre le matan a su hijo, un padre se va al frente, una población sufre hambre, desnutrición, una niña es vendida a un señor, hombres y mujeres que sufren abusos, muertes, violencia, pobreza extrema, guerras, niños y niñas víctimas de toda esa violencia y locura, etc. Todas esas circunstancias les están ocurriendo a diario a millones de personas en el mundo. Entrar en esa emoción nos provoca resistencias, pero volvernos insensibles nos puede convertir en personas endurecidas. Es verdad que ser espectador de esas situaciones y sentir que no podemos hacer nada para resolverlas excepto horrorizarnos, nos va a llevar a un estado de desconexión con la realidad real y con el poder transformador que tenemos. Ya se encargan de que consumamos  y nos entretengamos perdiendo el tiempo para no tener que preocuparse de aplacar los ánimos de una masa terriblemente indignada que pueda cambiar el orden social. Eso no es conveniente. Y nosotros, lo aceptamos. Hasta hoy.

 

    Podemos mirar de frente la realidad, denunciarla, buscar empatizar, ayudar, bloquear que se siga vertiendo miedo u odio, unirnos a más personas con objetivos comunes, luchar. Tener buenos deseos está bien. Si reflexionamos podemos sacar la conclusión de que eso es insuficiente y aventurarnos en defender la dignidad y la vida por encima de todo. Por amor. 

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