25 de enero de 2013

Creer en mí

Que lo que tenemos cada persona es un valor único e irrepetible lo hemos escuchado como quien ve la película «El Mago de Oz». Nos los dicen o nos lo decimos para sentirnos mejor, pero eso, a menudo, no suele sacarnos del escepticismo.

Como ser humano, apostar por uno mismo es un riesgo, como todo lo importante en la vida. ¿Y si de repente nos damos cuenta de que es mentira y que ese valor con el que hemos venido al mundo no es tan alucinante? ¿O si nos hemos equivocado de valor y estamos desarrollando cualquier otra cosa? Mieditis… Eso es precisamente lo que nos invade.

Por supuesto, para colmo, comenzamos a compararnos, como si lo inmaterial pudiera medirse. Así que tomamos medidas sesgadas. Desconocemos el punto de partida del otro, el nivel de desarrollo, etc. Pero
son mejores o peores que nosotros, o así acabamos por calificarlos. Y todo por no apostar por nosotros mismos, por no creer en quién somos y lo que valemos.

¿Cuál es nuestro potencial y cuánto hemos desarrollado del mismo? En general, las respuestas son mucho y poco, respectivamente.

Da vértigo. Es como dar un salto y creer que no hay red. Pero la hay. Hay una red muy amplia que se llama Vida. Pero ¿podemos creer en ella? ¿Acaso la Vida está para ayudarnos o por lo menos, para que la caída no sea mortal? Cada cual debe responderse a esta cuestión de manera profunda y sincera. De lo contrario estará montándose películas que perjudicarán gravemente las decisiones o falta de decisiones de sus actos.

¿Para cuándo dejamos lo de sacarnos los complejos de encima? Creemos que nos dan calorcito y que forman parte de nuestra identidad. Pero son abrigos de hormigón con púas que no nos permiten crecer y nos hacen sufrir de manera sistemática. Entonces, ¿por qué seguir con los complejos? ¿A qué se debe tanto cariño a la falta de fe en nosotros y en nosotras y ese desprecio –o falta de aprecio- sistemático por una o varias partes que configuran nuestra persona? Se debe a que somos muy obedientes y a que queremos pertenecer a algún sitio y formar parte de alguna o algunas relaciones. Ese «algún sitio» acaba siendo el valle del fracaso, y esas «relaciones» el cortejo fúnebre de nuestros valores -y probablemente, de los valores de esas mismas personas-.

Qué alegría hacer el capullo o la capulla. Eso sí, con miles de justificaciones: «Si no lo hago perfecto, mejor no hacerlo», «otros lo hacen mejor que yo», «es que no sé», «si fracaso va a ser peor», «si lo hago puede que dejen de quererme los que no se atreven a hacerlo», «no tengo apoyo suficiente», etc., etc., etc.

Esperamos a que empiece otro. Y miramos desde la barrera a ver cómo le va. Si no nos sentimos suficientemente motivados, criticaremos a esa persona por su arrojo, y si nos sentimos motivados, puede que sea demasiado tarde… Vale, nunca es tarde para rectificar, pero hay cosas que puede que ya no hagamos por circunstancias vitales.

Hay miles de ejemplos porque la historia de la humanidad es muy amplia y los héroes y heroínas anónimos han existido y seguirán existiendo. Sólo hace falta conectar con ellos para no sabernos solos. Conectar con la vida y con el amor, porque es lo que lo puede todo. Y ser más bueno que los malos.

Cuando nos distanciamos de la cotidianidad nos damos cuenta de que nuestro paso por este mundo es efímero. Que lo que no hagamos ahora, puede que no lo hagamos. Que es mucho peor arrepentirse de haber pasado por este mundo sin haber vivido, sin habernos arriesgado, sin haber apostado por nosotros y por nosotras… que haber cometido errores, que siempre podemos rectificar.

La inercia, la educación es que nunca cojamos las riendas de nuestra propia vida y que no nos salgamos del rebaño. Hay mucha mala leche en una actitud así: si yo no lo he conseguido, que otros tampoco lo hagan, o sólo quiero conseguirlo yo a costa de los demás.

Además, y, por si fuera poco, también hay un ambiente deprimido para apoltronarse a ver cómo se nos va la vida delante de nuestras narices, suspirando y anestesiándonos con lo que tengamos a mano.

Las circunstancias no acompañan y tenemos mucho en contra. Pero el poder está a nuestro favor, porque lo desarrollamos cuando nos rebelamos, cuando nos negamos a estar en la jaula donde quieren que permanezcamos sin hacer ruido. ¿Acaso tiene alguien la autoridad por encima de otro ser humano de hacer eso, de condenar a sus congéneres? Rotundamente no.

Es la conciencia de no aceptar el abuso, la desigualdad, la condena, el desamor lo que nos permite rebelarnos. Y es de nuestros ovarios y de nuestros huevos de donde sale la determinación, la fuerza de luchar por la vida hasta el final, por la nuestra y la de todos.

A aplicarse el cuento. Quien quiera. Y los demás, que no estorben.

2 comentarios:

  1. Qué caña!! me ha inspirado mogollón, y sabes qué? me lo he imaginado de telón de fondo (no se si es así como se llama), alguien recintándolo, con una música de fondo relajante a la vez que "in crecendo" a medida que se acercaba el final!. toma ya Maite! besos, jade

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  2. REbelión y respeto a la individualidad de cada uno!! :) Lorena.

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