17 de febrero de 2013

El libre albedrío


El libre albedrío existe nos parezca bien, mal o regular. En general, nos suele parecer bien para nosotros, pero para que los demás dispongan de él, a veces, no nos hacer tanta gracia. Si los demás tienen un comportamiento que no aprobamos porque consideramos erróneo, acertadamente o no, ya no nos parece tan bien.

En estos casos, hacemos una diferenciación en tres grupos: yo -en primera persona del singular-, tú y yo -nosotros y nuestros colegas- y ellos -toooodos los demás que no somos nosotros-. A los demás solemos
llamarles también «la gente». Y esto lo hacemos todos: nosotros y la gente.

Después de este trabalenguas, nos encontramos con la situación de que lo que hacen los demás, en general, nos parece peor que lo que hacemos nosotros, excepto cuando hacemos algo de dudosa moralidad donde entonces decimos: «¡Pero si lo hace todo el mundo!». «Todo el mundo» también es sinónimo de «la gente» y de «los demás».

Cada uno tenemos bastante con lo nuestro. Eso de ir haciendo adeptos a nuestras creencias es de una arrogancia sublime. Uno predica con el ejemplo, como dice el refrán -refrán o consejo ancestral-. Que los demás, la gente, los otros, quieran lo mismo que nosotros está por ver y, por supuesto, no se puede descartar.

Juzgar, tener prejuicios, condenar, son actitudes que entorpecen nuestro camino y, desde luego, buscan perjudicar a otros para que podamos sentirnos mejores que ellos.

¿Cuál es entonces la mejor opción en las relaciones con las que no compartimos ideales, interacción con el mundo, creencias, etc.? Respetar y comprender.

La voluntad es libre, la decisión de seguir un camino y no otro es personal –aunque es probable que el medio influya más de lo que creemos- y la motivación o la falta de ella depende de innumerables factores.

La diferencia entre las actitudes es construir o destruir. Eso de mantener, de permanecer igual en el pasado, presente y futuro no es viable puesto que todo se mueve. Así pues, o aportamos algo bueno, o dejamos de hacerlo contribuyendo a una falta de crecimiento, de desarrollo, de evolución necesaria en la vida del ser humano y en la historia de la humanidad. En esto se puede resumir la comprensión a la que accedemos para no permitir que perjudiquen o bloqueen nuestro impulso creador.

Buscar que otros –los demás, la gente- hagan lo que hacemos nosotros porque nos parece lo mejor es una pérdida de tiempo y de energía. Podemos emplear parte de esa energía en comprender profundamente por qué existe esa diversidad de criterios y de acción para no caer en la mentira que tratan de colarnos y evitar que sigamos siendo quienes somos y como somos.

Comprender significa saber que el miedo, la pena, el conformismo, el borreguismo, el desencanto, la falta de amor, la soledad, etc. pueden inhabilitar la actividad constructiva del ser humano mermando su potencial. Y cada uno es responsable de tomar esta decisión o no hacerlo. Respetar consiste en no obligar a nadie a que cambie esta posición. Podemos tratar de ofrecerles alternativas, aunque puede ocurrir que no quieran cogerlas y, por supuesto, protegemos los ideales que nos impulsan a rebelarnos a la injusticia, a no conformarnos, a desarrollar relaciones de amor y a defendernos de cualquiera que nos quiera imponer que estamos equivocados o locos -o ambos- tratando de marginarnos socialmente.

Tras emplear ese tiempo y ese espacio en comprender y optar sanamente por respetar a los otros, que son parte de nosotros mismos en esta gran familia de la vida, nos protegemos de esa posición que no compartimos defendiéndonos de cualquier ataque o descalificación, los bloqueamos si pretenden destruir y nos entregamos con toda la ilusión, energía y determinación a luchar por la vida, por construir y por amar.


* Dedicado a todos y todas las auténticas idealistas rebeldes que son invencibles porque no se derrotan nunca.

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