“Elige tu propia aventura” era una colección
de libros que aparecieron en nuestro universo infantil y adolescente como
llovidos del cielo allá por los años 80 y 90. Toda una bendición para nuestras
ansias de tomar parte activa en las elecciones de los héroes de las novelas.
Tal vez no era tan interactivo porque te daban a elegir en pocas ocasiones y
las opciones a veces no eran siempre las que más nos hubieran gustado. Pero
algo es algo.
Era bastante claro: o esto o esto. Sin medias
tintas. Sabíamos que estábamos ante una encrucijada y el desenlace era
inminente. Si eliges A pasa la página 57 y si eliges B a la 63. Había que tomar
una decisión que iba a determinar nuestro futuro y debíamos jugárnosla para
salvarnos y/o salvar todo lo posible como héroes y heroínas que éramos.
Ese tipo de decisiones sólo se plantean
cuando estamos ante una auténtica aventura y en la edad en la que leíamos esos
libros lo reconocíamos a la primera: la aventura que era en sí mismo vivir.
La vida era una aventura mágica y todo lo que
nos sonara a rutina, horarios, obligaciones no era nada interesante y nos
provocaba urticaria. Esas charlas paternofiliales en la que nos recordaban lo
importante que era nuestro futuro, las responsabilidades, la seguridad chocaban
de frente con nuestro impulso intrínseco de descubrir y vivir cosas nuevas cada
día.
Así, sin darnos cuenta ese espíritu
aventurero se fue dejando robar espacio por “lo que había que hacer”, primo
carnal de la obligación y el sacrificio. Y por supuesto, el miedo a
equivocarnos, a hacerlo mal.
Sabemos de sobra que es casi imposible
aprender sin asumir el riesgo a equivocarnos, pero nos cuesta aceptarlo, de tal
manera que nos aventuramos cada vez menos retrasando cualquier decisión
fundamental, o por lo menos, que nos parecía fundamental hace diez, veinte o
treinta años. Así acaban llegando las crisis de los treinta, los cuarenta, los
cincuenta…
Nuestra vida no es “El show de Truman” en el
que nos ponen situaciones y personajes para que sea interesante entre el
público asistente. No es “Elige tu propia aventura”. Primero hay que crearla en
el caso de que el horizonte esté completamente desértico.
A lo mejor éste es el momento de plantearse
el sentido de la vida a nuestro estilo personal, no al de los Monty Phyton,
claro. En el que hacer lo que manda el orden establecido nos produce un vacío
existencial como la copa de un pino y se suele reducir a unos objetivos que
hemos hecho nuestros por imperativo social, no porque nos interesen demasiado.
O por lo menos no nos lo hemos llegado a plantear. Estos objetivos suelen ser
cubrir necesidades y como mucho deseos. Lo de los sueños y las ilusiones,
expresados en forma de aventura, no entra dentro de los esquemas heredados.
¿Qué ocurre cuando por fin nos ponemos a “escribir”
nuestro libro? Que nos sentimos vivos… o de los nervios. Así, nos podemos
encontrar en dos situaciones diferentes: una, en la tengamos que afrontar el
estrés que supone conseguir nuestros sueños y otra en la que tengamos que
afrontar el estrés que supone sentirnos como nos sentimos. Eso va a depender de
las herramientas que dispongamos y de cómo sintamos que es nuestra aventura.
Si nuestros recursos son insuficientes o
sentimos que lo son para ir a por ello, los pondremos al servicio de paliar las
emociones negativas. En cambio, si nuestro nivel de afrontamiento es alto,
dedicaremos el tiempo a superar las dificultades. ¿Cómo sabemos en cuál de las
dos situaciones nos encontramos? Fácil. Si vamos dando pasos y desarrollando,
elaborando estrategias, resolviendo, buscando soluciones, avanzando,
equivocándonos, rectificando… es que nos sentimos capaces de conseguirlo y lo
único que hacemos es andar el camino aunque a veces sea a trompicones. Si pasa
el tiempo y estamos igual de lejos o más de esa aventura que al principio,
sabemos que nuestra energía está orientada a no sentirnos fatal. Pero esta
energía invertida está más bien tirada a la basura.
El problema no reside en un
estado de intranquilidad, o de miedo, o de pena, o de lo que sea como emoción
negativa. Nuestro problema está en que no nos sentimos capaces, bien porque no
creemos en nuestras capacidades o bien porque creemos que desde fuera nos lo
van a poner imposible. Es decir, o somos unos inútiles o el entorno es hostil.
Pues bien, ahí es cuando tenemos que abrir el cerebro de par en par para saber
que ni somos unos inútiles ni el entorno tiene tanto poder para putearnos hasta
el infinito y más allá.
Lo único que toca es desarrollar valores,
herramientas y autorregulación. Las emociones cumplen su función para avisarnos
de lo que funciona y lo que no, pero no están para que nos pasemos la vida
sometidos a ellas. De lo contrario ¿quién va a escribir el libro de nuestra
propia vida? Nos quedaríamos en el prólogo y hay mucho que vivir. Así que pasa
a la página…
Oleeeeeeeeé👏👏👏👏👏👏👏
ResponderEliminarBravo Maite!! me acuerdo de esos libros ha sido una vuelta a la infancia! Gracias!!
ResponderEliminarbesos
Bea
Ufff... Ufff... Las páginas en blanco son todo un desafío! Pensar que de ellas se compone nuestra vida... Gracias Maite por rellenar tantas hojas en blanco y con ellas hacernos reflexionar sobre cuál es el género literario al que le dedicamos nuestras horas de lectura. Digo, de vida!
ResponderEliminarToma lección en un momento! Me quedo con que lo que rodea no es tan hostil y la solución pasa por desarrollar. Gracias. Lorena
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