Ya nos enseñaron en el colegio
que generalizar no era una buena idea. Y lo aprendimos si nos lo enseñaron bien
y si en casa lo reforzaban, o al revés. Si no, lo más probable es que nos
hayamos quedado en afirmaciones neandertales del tipo “los hombres son todos
unos cobardes”, “las mujeres son unas brujas”, “los catalanes son unos
agarrados” y “los madrileños unos chulos”. Vamos, que seguimos las pautas de
mandatos que hemos escuchado y, sin profundizar mucho más, nos hemos plantado
certificándolo con algún que otro ejemplo que nos haya sucedido. Así que lo
afirmamos sin despeinarnos.
Otra manera de generalizar es con
las expresiones “me gusta” y “no me gusta”. Es verdad que cuando no te gusta el
pescado al horno con patatas, pues no te gusta y punto, aunque le cambies el
orden y sean patatas al horno con pescado. Si es que no, es que no. También es
cierto que de pequeños no nos gustaban las salchichas, pero nos las ponían en
casa de la tía o de la vecina y nos encantaban; tanto que íbamos dando saltos
de excitación a pedirle a nuestra madre que nos cocinara esas maravillosas
salchichas. Y después de algún que otro comentario y aspaviento por haberlas
despreciado en innumerables ocasiones, accedía a comprarlas y las comíamos. A
lo mejor no tan a gusto como en casa de nuestra tía o nuestra vecina, pero nos
las comíamos y nos sabían tan ricas. De tal manera que la generalización caía
por su propio peso después de haberle dado el beneficio de la duda y una nueva
oportunidad.
Sin embargo, cuando llegamos a la
edad adulta existen afirmaciones con “me gusta” y “no me gusta” que reflejan un
daño que viene de muy atrás y estas frases nacen con el tiempo, cuando somos
mayores. Por lo tanto, esconden un sufrimiento que hemos desarrollado y
mantenido en lugar de haberlo sacado a la luz y resuelto. En el caso de “me
gusta” es una ironía como la copa de un pino que viene a decir lo siguiente:
“me gusta vivir la vida”. La traducción viene a ser: “yo paso de todo, soy un
kamikaze al que se la sopla todo y necesito estímulos externos agradables
constantes para no pensar ni saber lo que me pasa y no caer en una depresión o
liarme a tortas”. Es decir, “me destruyo y utilizo todas esas cosas para
hacerlo”.
En el caso de las negaciones
vemos generalizaciones lamentables en “no me gusta” precedido de sustantivos
como es el caso de “el campo”, “los niños”, “andar”, etc. Vamos, que en
declaraciones de este calibre llegamos a negar nuestra propia naturaleza en
cuanto a origen, esencia o funciones intrínsecas. ¿Cómo podemos acabar diciendo
“no me gusta el campo o la naturaleza”? Nuestro medio ambiente es la tierra, el
cielo, los árboles, los ríos,… Si hemos llegado a romper el vínculo con lo
ancestral, estamos fritos. La naturaleza nos conecta a la Vida porque formamos
parte de ella. ¿Y lo de “no me gustan los niños” a qué se debe? Aquí hablamos
de odio o animadversión a nuestra propia especie, ya no es desconexión, sino que
la rechazamos de pleno. Nos han robado una infancia y no lo hemos superado.
¿Cómo entonces vamos a hacer felices a otros niños si seguimos sufriendo por
nuestra infancia robada y culpando a todos? Es imposible que busquemos lo mejor
para ellos porque nuestras heridas de niños aún nos duelen. Y por último,
tenemos el ejemplo de “no me gusta andar”, que viene a ser lo mismo a “no me
gusta moverme, el ejercicio, y prefiero… otras cosas”. Si nuestro cuerpo
hubiera sido configurado para sentarnos en un sofá o en un coche y movernos
poco, la especie hubiera evolucionado de otra manera. No seríamos bípedos, ni
tendríamos cuatro extremidades y un cerebro, ni nos desplazaríamos en el
espacio. A lo mejor seríamos un bonsái, pero no un ser humano.
Todo esto sirve de ejemplo para
tomar conciencia de que cada frase que formulamos contiene de fondo un
significado y una causa profunda. Quedarnos en la superficie es ponernos una
venda en los ojos que nos condena a seguir siendo infelices. Nadie que busque
relaciones de amor y viva desde ahí -en relaciones con el medio ambiente, los
animales, las plantas y otros seres humanos- va a decir nunca que no le gusta
la Vida, ni el mundo donde vive, ni cómo es él o ella. Esas afirmaciones
aparecen cuando existe frustración, pena, pesimismo, rabia, etc. Por eso es
fundamental escuchar lo que decimos, y después, buscar el motivo real para
saber de dónde sale, desde cuándo lleva eso ahí, y por supuesto, darle una
solución.
A veces es tan revelador la forma de decir las cosas, las palabras expresadas... Se aprende mucho de uno mismo y de los demás. Lo tienes súper claro. Gracias por compartirlo :) Lorena.
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