25 de agosto de 2012

Idealistas o transformador*s de realidades

Cuando alguien suelta la frase “eres un idealista” a otro alguien suele querer decir “eres un soñador, un romántico”. Por debajo se respira otra intención, otro significado más parecido al de ser un iluso, un loco más que una persona con fuerza y nobleza de espíritu. Y lo más habitual es que no se le tome en serio.

Las ideas tienen diversas acepciones y se cogen como excusa para luchar o para atacar. Luchar por ellas es muy diferente a imponerlas. Alguien puede matar por una idea transformándose en asesino además de fanático. Mientras, otros pueden conectar con ideas que vienen de la Vida por vía directa que buscan lo mejor para todos, no sólo para algunos, ni siquiera para la mayoría, sino para todos los seres.

Ser idealista no es tener pájaros en la cabeza. De hecho, a los idealistas, lo que les mantiene cuerdos, en lugar de deprimidos o iracundos es su lucha por alcanzar eso en lo que creen, y que, por supuesto, lo creen posible. Aún
no les han neutralizado con la vacuna del fracaso, la condena, el pesimismo. Los idealistas se rebelan a la mediocridad, al fatalismo, al decreto ley, a la inmovilidad del espíritu.

La actitud condescendiente de algunos con los idealistas suele consistir en esbozar una media sonrisa irónica, acompañada de palmadita en la cabeza y frases del estilo “ya se te pasará y aterrizarás en la realidad”. Es decir, que no sólo no provoca la debida admiración sino que existe una imposición de un criterio totalmente ilegítimo porque acepta premisas del tipo “hay que conformarse”, “todo el mundo sufre”, “la felicidad no existe”, etc. Vamos, perlas como para hacer un collar -de presidiario- compuesto por creencias que nos hacen mermarnos en lugar de crecer, sufrir en lugar de ser felices, aislarnos en lugar de tener relaciones de amor.

¿Cuándo se respeta al idealista? Normalmente cuando va acompañado del éxito social, es decir, que no es un héroe anónimo. Y donde más podemos verlos en los libros de historia. O sea, que llevan fallecidos unos cuantos lustros. Son necesarios los ejemplos de idealistas pacíficos y con conciencia, que no buscan el reconocimiento social. Si no los hay, siempre podemos conectar con el ideal universal. Es decir, eso que sabemos que existe –y que ha existido y seguirá existiendo- y que está dentro de nosotros aunque no lo hayamos conocido físicamente.

Ser idealista no es dejar de ser práctico. Tener ideales no es renunciar a materializar eso que se sueña. Porque como hagamos eso la consecuencia es que acabamos con un embudo en la cabeza. De hecho, esa actitud suele ser la de no creer que es posible, y por eso no nos movemos de donde estamos; hablamos y hablamos pero sin perseguir nada en la acción.

Existen otras acepciones en torno a las ideas desde el pensamiento filosófico griego. Ahora, a modo de apéndice, mencionaré un verbo que tiene como raíz la idea: idealizar. La idealización no permite alcanzar su fin. Cuando idealizamos ponemos lejos de nosotros la posibilidad de materializarlo. Es como el burro detrás de la zanahoria atada a un palo. Al idealizar, nosotros somos muy pequeños, casi insignificantes y lo que creemos sobre los demás o las circunstancias es inconmensurable, infinito. Todo es perfecto y nosotros imperfectos. ¿Qué alquimista va a poder transformarnos en una materia de la que no estamos hechos? Así llega la frustración y el abandono de nuestra misión existencial. Por eso idealizar es una forma de rendirnos, de someternos.

Conectemos los más grandes ideales e ideemos la manera de transformarlos, de materializarlos. Si la parte práctica no va guiada por una idea conectada al espíritu, o el más grande de los ideales no tiene un plan de consecución no transformaremos ninguna realidad enferma en sana y, por lo tanto, no podremos ayudar a que otros lo hagan.

Ya que tenemos dos hemisferios del cerebro y un alma, ¿por qué no apoyarnos en ellos para defender nuestros ideales de un mundo feliz para todos?

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