Todos tenemos algo que decir,
algo importante. Lo que pasa es que no nos han hecho ni caso nunca, de modo que
acabamos por creer que sólo decimos tonterías, o que nadie va a escucharnos y
tomarnos en serio. Nos hemos acostumbrado a ello, lo hemos aceptado, y como
somos tan obedientes, comenzamos a decir tonterías.
¿Qué tenemos que decir? ¿Qué
queremos decir? En lugar de eso, decimos otras cosas que no son nuestras, pensando que las nuestras -cuando aún sabemos cuáles son- resultan aburridas o tontas.
Imitamos como loros, y al cabo de los años, nos damos cuenta que hablamos igual
que nuestro padre o que nuestra madre, decimos las mismas cosas y tenemos un
visión parecida del mundo. ¿Cómo es posible que hayamos llegado a eso si en
plena adolescencia dábamos patadas en las espinillas de todas esas frases que
pretendían cortarnos las alas? ¿Creemos en ellas de verdad? ¿En qué momento
hicimos ese cambio? En realidad nunca hemos hecho ese cambio porque las
palabras que repetimos no son nuestras, sino adquiridas. Probablemente tampoco
son de nuestros padres, sino que ellos a su vez las aprendieron de los suyos y
así sucesivamente.
Reconectar con nuestra voz, con
nuestra auténtica palabra. Ése es el objetivo para, desde ahí desarrollarnos
como seres únicos e irrepetibles con una esencia personal y universal. Todos venimos
del mismo sitio pero cada uno trae su sello personal, una impronta diferente a
todas las demás, y especial.
¿Creemos de verdad que tenemos un
valor admirable? Si no lo creemos no podremos transmitir nuestra autenticidad y
trataremos de ocultar una ausencia de identidad profund que es falsa, porque en
realidad, aunque la tapemos con toneladas de estupidez, siempre está ahí, esperando
a ser conectada.
¿Cómo conseguir escuchar nuestra
voz, a la que se percibe como en el fondo de un pozo pidiendo socorro? En
primer lugar, reconociendo que no tenemos ni idea de quién somos de verdad ni
de qué hemos venido a hacer a este mundo. Ahí vamos bien.
En segundo lugar, cuestionando
todos nuestros criterios, observando de dónde han salido, si son nuestros o son
adquiridos. Después de esto, es importante ir descubriendo cuáles son los
nuestros y bajo que mandato o influencia se rigen. Porque si nuestra visión es
pesimista o solitaria o iracunda a lo mejor hay cosas pendientes de resolver
que, como el proverbio, no nos permiten ver el bosque, sólo el árbol, en este
caso, talado.
Por último, es fundamental
desarrollar conciencia; la propia, a través de la conciencia, universal y
comprometerse con ella. Que sea universal significa que nos pertenece a todos,
o más bien, que todos estamos unidos por ella. No existen jerarquías ni tampoco
competiciones por ver quién es más sabio o comunica mejor o comprende el mundo
con mayor sensibilidad. Y es personal e intransferible porque cada uno, por su
herencia genética y por sus circunstancias lo siente, lo vive y lo expresa de
manera diferente al resto. Y cada uno de nosotros aporta algo mágico al resto. Por
lo tanto, no debe haber miedo a no ser especial, a no sentirnos buenos.
Permitirse decir lo que queremos
decir es llegar más lejos cada vez. Ahondar en nuestro propio universo es
enfrentarse a un vertedero de frases e ideas preconcebidas a las que no tenemos
que dar poder. Sentir miedo despojándonos de ellas es algo natural porque aún
no hemos encontrado las nuestras: nuestras ideas, conceptos, sensaciones,
visiones, etc. Descubrirnos y desarrollarnos es una misión existencial
absolutamente necesaria para desarrollar autoridad, identidad, poder y
evolucionar con toda la humanidad hacia un futuro más consciente, además de un
acto de valentía.
Nadar contra la corriente en ocasiones da miedo pero peor es venderse y saber que tu legado, a los que vienen por detrás, son mentiras es mucho peor. Al contrario de lo que se decía en aquella película "Ve hacia la luz, Caroline!"
ResponderEliminar