4 de mayo de 2012

Los valores viajan en metro

Vivir en una ciudad de varios millones de habitantes tiene sus peculiaridades. Una de ellas es el tiempo que lleva desplazarse de un sitio a otro. Lo bueno es que puedes leerte las obras completas del Renacimiento, estudiar un máster en medicina ortomolecular o hacerte experto en observación del medio si aún sientes curiosidad por la vida y los seres que te acompañan y a los que tú acompañas en el viaje –tanto en el transporte como en el mundo-.
Lo de la lectura está fenomenal, lo de la medicina aún no lo he experimentado, pero lo de la observación de campo es fascinante. De vez en cuando, puedes incluso romper la barrera del silencio y entablar una
comunicación, aunque esto, desgraciadamente, se da muy pocas veces, a no ser que tu objetivo en esa conversación sea hablar del tiempo.

En mi caso, cuando voy en metro, observo y algunas veces me gusta imaginar a las personas con las que comparto vagón de dos maneras: la primera, como si fueran niños pequeños, como de entre cuatro y seis años, pero con esa misma actitud, en traje, enviando mensajes por el móvil, mirando al infinito, etc. Y se transforman ante mis ojos. Veo lo bonitos que son esos niños y el daño que han desarrollado. La otra manera en que me gusta imaginarlos es en todo su esplendor ya como adultos. Es decir, hombres y mujeres que hubieran desarrollado todos sus valores, o los más posibles, todo su atractivo, su carisma, su fuerza, su personalidad única e irrepetible; seres humanos que transmiten la impronta de su alma.

Sin embargo, la realidad suele ser otra bien distinta, en la que van con la miradas perdidas, expresiones tristes, ocupaciones huecas. Algunas veces pienso “¿y si me arrancara a dar un mitin aquí en medio, arengando para  transformar la realidad? ¿Cuál sería la reacción?”.

Cuando veo niños me gusta proyectar al futuro “¿y si este niño realiza un cambio fundamental para un barrio o una comunidad o un pueblo o una ciudad que desencadena un cambio mucho más global?”. En realidad todos los niños tienen ese germen dentro. Todos lo tenemos. El tema es qué hacemos con él.

El valor o los valores que portamos son “normales” para nosotros puesto que forman parte de nuestra esencia. Para saber que están ahí alguien tiene que reseñarlos, ensalzarlos, valorarlos. Si no, podemos pasar toda nuestra vida creyendo que ese valor no era tal, y que era desdeñable.

¿Quién puede valorarnos? Los adultos. En particular nuestros padres. Son ellos los que deben señalar qué ven, que destacan de nosotros y nos lo hacen saber. Eso nos da la fuerza para seguir desarrollándonos, la seguridad de poder conseguir las cosas y creernos merecedores de ellas y la certeza de que podemos y debemos ir a lo que nos pertenece por derecho. Con todos esos valores juntos, los de miles de millones de personas, podemos crear un mundo de verdad, construir una sociedad igualitaria, justa. Hay “material” de sobra para desarrollar, defender y disfrutar un paraíso.

¡Anda! ¡Mi parada! Me bajo. Nos vemos en el próximo trayecto. Tal vez a la vuelta me arranque por bulerías con un alegato en medio del vagón…

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