3 de mayo de 2012

¿Seguro que somos iguales...?

Las mujeres estamos acostumbradas a que nos miren con lupa. Sabemos que estamos en el siglo XXI y que la igualdad de oportunidades parece que está instaurada desde las sufragistas. Pero, evidentemente, no es cierto. Tratan de afirmar algo que está por suceder. Tanto para hombres como para mujeres.

En este marco, el protagonista real es el miedo. Los hombres tienen miedo a que las mujeres nos pongamos por encima y construyamos un mundo desigual: si durante siglos la balanza se inclinó hacia un lugar, ahora es «justo» que se incline hacia el otro, perdiendo así su primacía. El caso es que la equidad no se contempla porque los hombres que huyen de ella no se sienten seguros como hombres y, por supuesto, son incapaces, en las presentes circunstancias, de amar a la mujer y tener la ilusión de que estemos a su lado y ellos al nuestro, no que estemos detrás. En el caso de las mujeres el miedo es a que los hombres nos castiguen sin piedad: nos desvaloren, nos
desprecien, nos ignoren, y sobre todo, que no nos quieran. En ambos casos, además del miedo, hay pena o resentimiento añadido depende de las personas, no del sexo.

De tal manera que queda soterrado un conflicto manteniéndose pendiente de resolver. «Si no es evidente, no existe. Así que disimulemos. La, la, la, la…». Es como el bebé que se tapa los ojos, como juego aprendido, para decir «no estoy». Y como nos encanta el juego porque el bebé disfruta de ello, lo repetimos una y otra vez. Como juego infantil está muy bien, pero como juego adulto resulta patético decir: «Sí, somos iguales y con las mismas oportunidades. Por cierto, este trabajo está mal hecho».  Esta última frase, a modo de ejemplo, no es importante en cuanto a su semántica sino a su intención e interpretación. Es decir, en cuanto a la actitud que se toma diciéndola si la dice un hombre tratando de ponerse por encima.

La patología de las mujeres es que no nos permitimos equivocarnos como los hombres: debemos hacerlo bien a la primera, porque tal vez no tengamos otra oportunidad.
La de los hombres es que buscan hacerlo bien a la primera por ser los mejores.

Por eso, a las mujeres aún nos cuesta tener la iniciativa para arrancar proyectos, porque, a menudo, seguimos poniendo la autoridad en el hombre. Tenemos información genética de siete generaciones en nuestras células. ¿Cómo no vamos a dar la autoridad a un hombre y tenerlo como punto de referencia si no hemos hecho otra cosa en muchísimo tiempo?

Como miembros del sexo femenino, esta actitud no sólo nos perjudica en nuestro desarrollo de seres humanos, sino que además hacemos flaco favor a la relación íntima con el hombre, porque lo dejamos solo cuando nos ponemos por debajo en una relación desigual. Vamos, que mira a los lados, y no ve a nadie. Si está hecho polvo, sólo verá su ombligo y le sacará brillo, pero si aún preserva la ilusión de amor y pasión con la mujer, le estaremos comunicando que somos debiluchas y cobardicas, y no estamos a su altura, tirando por tierra esa ilusión natural que mantenía viva.

En el caso de los hombres con actitud machista o misógina, van a estar solos perdiéndose la grandeza de la mujer que busca lo mejor para todos, ellos incluidos. Sin nadie a quien amar y quien lo ame, manteniendo sólo relaciones superficiales, de desconfianza y de utilización.

Si decidimos crear un infierno en lugar de vivir en un paraíso, nadie nos lo puede impedir, pero recogeremos los frutos de lo que hemos sembrado: boñigas de caca, mucha caca. Eso sí, siempre podemos perfumarlas con colonia de la cara, whisky o incluso, hacernos un chalet con ellas.

La buena noticia es que esta situación de desigualdad y actitudes enfermas por parte de ambos sexos, ya está identificada. Eso significa que cuando sale a la luz pierde poder, porque ahora ya podemos seguir trabajando por resolverla. Obviar o negar su existencia es un grave error que nos enfrenta en lugar de unirnos para trabajar por el bien común.

Tanto hombres como mujeres somos autoridad. Ceder esa autoridad a otra persona por su sexo, su condición social, o por el motivo que sea, no es aceptable. Y si alguien trata de robárnosla hay que defenderse. Nadie está por encima de mí y yo no estoy por encima de nadie.

Todo esto se enmarca en una fundamento universal: las jerarquías están fuera de la ley de la Vida, que promulga que todos los seres vivos conviven en igualdad, todos son necesarios por sus valores innatos –e imprescindibles para que lleguemos a buen puerto-, dignos de amor y respeto y todos, sin exclusión, tienen derecho a la vida, a la realización y a la felicidad.

Nota. El título del texto se refiere a la equidad y a la igualdad de oportunidades y derechos. Que seamos iguales mujeres y hombres, evidentemente, no es posible, y además, sería terriblemente aburrido.

1 comentario:

  1. Qué bueno! Es difícil creerse profunda y conscientemente lo de la igualdad por mucho que se enarbole la bandera de tal hecho, pero es una realidad y hay que seguir trabajando porque se extienda aunque desde generaciones atrás se haya visto y vivido otra cosa. La igualdad es atemporal. Lorena.

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