Quedarnos sin luchar por
descubrir nuestra verdadera esencia es como quedarnos sin luchar por ver el mar
conformándonos con ver nuestro reflejo en una bañera o en un orinal.
No sabemos cómo somos de verdad,
solamente cómo nos han dicho que somos. Nos han lavado el cerebro desde bien
pequeños al más puro estilo ciencia ficción de serie B. Nos han dado un disfraz
convenciéndonos de que somos así, y hala, ¡al baile de monstruitos!
Mendigar amor, eso es lo que
acabamos haciendo. Eso sí, cada uno a su estilo y sin que se note mucho. Que
nos quieran un poquito –o un muchito- es la necesidad imperiosa a la que nos
enfrentamos constantemente. Y de ahí, ¡chantatachán! aparece el miedo.
Deseamos sentirnos aceptados,
para empezar, y que no se nos etiquete como ”bicho raro” dándonos el pasaporte
para el Museo de Historia Natural. Por eso nos ponemos las máscaras adecuadas dependiendo de la ocasión porque pensamos que si nos mostramos tal y como
somos, todos saldrán huyendo despavoridos. Así, entrenamos nuestra mejor
sonrisa, nuestra mejor pose, nuestro mayor gancho. Estrategias aprendidas,
adaptaciones a cada situación, ni una palabra de más –de menos no importa, pero
de más, corremos peligro-.
¿Qué es lo que ocurre? Que ya
llevamos una máscara desde hace años, que es ni más ni menos la que nos han
colocado y seguimos llevando como identidad personal. Así que, de cara a los
demás, nos ponemos otra encima para no mostrarnos “tal y como somos” aunque en
realidad aún no tenemos ni idea de cómo somos porque no hemos gozado de esa
oportunidad. Con tanta máscara acabamos pareciendo una matrioska y en el fondo
nos sentimos como los visitantes de V: lagartos y lagartijas verdes tras una
fina capa de piel.
Después del miedo a no ser
aceptados, ¡cambio de pareja! Nos toca un baile con la desconfianza. El
murmullo mental viene a ser algo así: “Ése se acerca. ¿Qué querrá? No tiene
buena pinta… ¿Por qué me sonríe? Le voy a despreciar con un gesto o con la
mirada y así dejará de acercarse”. Tal vez este monólogo interno es excesivo,
pero muchas personas lo llevan consigo y les parece de lo más normal.
A veces la desconfianza no está
en el primer contacto sino cuando ya hemos entrado en materia y la relación va
siendo más estrecha. “A ver si esta vez no me traiciona…”. Vamos, ya sólo con
esta frase hemos dado toda la información. En este caso no nos ponemos una
máscara, nos ponemos toda una armadura.
¡Y cambio de pareja! Anda… si, si
no hay pareja… Ya hemos bailado con el miedo, la desconfianza y ¿ahora? Claro,
ahora toca la soledad. Se acabó el baile.
Tenemos miedo de no ser aceptados
como somos, desconfiamos cuando nos aceptan porque no es posible que lo hagan. De
hecho, si nos aceptan y nos quieren es porque no nos conocen de verdad. En
realidad, tampoco nosotros conocemos a esa persona. ¿Será de verdad como dice
que es o llevará una máscara para ocultar su aparentemente verdadera identidad?
¡Qué locura! ¿Dónde se queda
entonces lo autenticidad de las personas? Nadie es quien dice ser, ni nosotros
mismos. Al final, va a ser verdad que lo mejor es estar solos…
¿La respuesta? Rebeldía y
conciencia, y por supuesto, por amor. Debajo de esa máscara adosada a nuestra
verdadera esencia, a todos nuestros valores por descubrir hay una capa de culpa
y de pena por habernos dejado embaucar.
No tenemos la culpa de que no nos
hayan querido lo suficiente como para hacernos felices, que no nos hayan
enseñado ni ayudado, que nos hayan robado nuestra verdadera identidad. Todo
eso, además, es una pena enorme.
Sin embargo, ahora llega el
número final del baile. Podemos elegir bailarlo con la soledad, la culpa, la
pena, la mentira y la falsa identidad o quitarnos la máscara y luchar por
recuperar todo lo que es nuestro por derecho.
Quitarnos la máscara supone mirarnos
en el espejo y decir: “Somos libres. ¡Bailemos!”. Sin mendigar amor, sin
ocultar lo que somos ni lo que sentimos, sin avergonzarnos de nada, con la
dignidad que otorga la fuerza de la verdad.
¡Que siga tocando la orquesta!
"¿Cómo estás?" "Vien" "Vale, ahora dime la verdad". Cuántas veces se dice ese bien con "v" por no decir la verdad, que es mal, preocupados... o simplemente la verdad.
ResponderEliminarHay que reconocernos nuestros valores aunque no nos lo hayan dejado fácil y creer, protegiéndonos, pero dando siempre la oportunidad. Lorena.