1 de junio de 2012

Nombres o no me nombres

Hay un miedo o animadversión generalizada de poner nombre a todo lo que está más allá de nosotros, a lo sobrehumano, a lo espiritual, a lo sagrado.

Existen los descreídos, los que afirman que no hay nada ni antes ni después de uno mismo, del individuo y están esperando que se lo demuestren para rebatirlo. El argumento generalizado es “Si hubiera algo por encima de nosotros, no permitiría un mundo así”. Tócate un pie. Claro, que según esta lúcida teoría las personas no tienen ninguna responsabilidad, y si hicieran algo mal o equivocado, vendría un dios
paternalista a decirnos: “Malo, malo, culo, culo”,  y como la estamos cagando con todo el equipo y no se nos aparece nadie, no existe.

El problema de las personas que se posicionan ahí, no es que no crean; esa es la consecuencia, la defensa que se ponen para ocultar el resentimiento y la pena que sienten porque ha habido otras personas que les han roto por dentro. Es decir, que si hay personas que les destrozan y hay impunidad ¿dónde está dios? Así que ese “título” de dios, se lo otorgan a sus verdugos, con un poder que no les corresponde.

Hay otro grupo de personas que viven la espiritualidad desde emociones como el temor, la culpa, la condena, etc. esperando que en un futuro, más allá de esta vida sean liberados y puedan empezar a vivir, porque lo bueno vendrá después. Paradójico. Sin embargo, la tradición de las empresas religiosas es lo que han colocado con mentiras y amenazas hasta que nos lo hemos creído. Para ellos es el dios del castigo y del premio, del pecado y la confesión, del abuso y el sometimiento. Todas las interpretaciones que se hacen están llenas de contradicciones, pero tragamos con todo ello. Se habla de amor como pero sin predicar con el ejemplo, de igualdad sin que las mujeres entren en ese paquete, de bondad de escaparate bajo vigilancia, y así con todo.   

Por fin, está el grupo mixto, que no se atreve ni siquiera a posicionarse a favor o en contra de su existencia: “Bueno, esto, algo habrá, pero no sé qué…”. Hay conciencia sobre una verdad y mucho miedo a ser catalogado como borregos o colgados. Por eso no se le pone nombre: “Creo en…” Así que la frase se termina con “algo”. Resumen de la idea: “Creo en algo”. Si no tenemos claro que nombre ponerle, lo buscamos, lo que nos haga sentir bien, lo que suponga amor puro, verdad, bondad, porque esos son los valores que ese “algo” que nos ha creado nos ha transferido. Si es por falta de conexión o por falta de decisión, sólo lo sabe cada uno. Lo que está claro es que permitirnos, por agradecimiento y respeto profundo, darle un nombre es un acto de reconocimiento sobre quiénes somos.

Hablar de Dios, Vida, Creador, Creadora, Creación, Gran Misterio, etc. es dar el paso en un camino espiritual. Parece de niños, pero cuando algo no tiene nombre es como si no existiera. De hecho es una necesidad básica del ser humano.

Limitarnos a un cuerpo es perdernos todas las posibilidades del alma, de la conciencia, de la bondad (cada uno que lo llame como lo sienta). Y quedarnos exclusivamente funcionando con la mente que no tiene todas las posibilidades puesto que existen límites en ella que sólo la conciencia puede abarcar.

El alma es lo que nos hace grandes de verdad y hace de nexo entre el mundo espiritual y nuestro humano, nuestro cuerpo. Utilicemos el lenguaje para rebelarnos, para recuperar lo que es nuestro y nos pertenece. Todos los significados manipulados que han buscado polucionar lo puro no lo han conseguido y no van a poder hacerlo. 

1 comentario:

  1. Muy bueno. Cuántos de los que se declaran ateos buscan en verdad pelearse con los que sí creen más allá de sentirse cómodos con sus (no) creencias... Lorena.

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