16 de junio de 2012

Cuando la soledad nos asedia

Una de las grandes enfermedades del siglo XXI es la soledad. Nadie quiere estar solo ni sola, puesto que es un estado antinatural. Sin embargo, no se busca habitualmente la unión de verdad con otras personas. 

Antes de seguir por estos derroteros, definamos cuál es la soledad, la patológica o también denominada aislamiento social. No hablamos de la soledad puntual que nos ayuda a desarrollarnos personalmente, que hace que maduremos, que nos concentremos y que nos impulsa a seguir compartiendo la vida con nuestros congéneres. No, no es esa. Es la que nos lleva a una falta de contacto con nuestros semejantes, que hace que no tengamos relaciones auténticas donde compartir todo lo bueno y todo lo menos bueno. Es la que nos acerca peligrosamente a la tristeza profunda, a la baja autoestima, a la culpa, a la angustia, a la falta de motivación y de ilusión, a la desesperanza. 

El aislamiento es una condena que asumimos sin darnos cuenta y de la que no sabemos salir, y muchas veces, ni siquiera queremos o no tenemos fuerzas ni fe. Nos autoinfligimos el castigo de seguir de esa manera porque no creemos que sea posible vivir otra realidad.

Los niños y las niñas buscan el amor y la compañía, la protección, la relación. Si las personas adultas que están a su cargo se sienten solas, lo que transmiten es soledad. Existen familias completas en las que sus componentes arrastran ese sentimiento, y que sólo en ocasiones viven «unidos» y se abren a la posibilidad de amar y ser amados, de disfrutar de la vida, de ser necesarios para
otros, de que alguien se preocupe de ellos. Pero es algo anecdótico dentro de una dinámica diaria de separación y vacío existencial. Esta actitud, por mucho que tratemos de disimularla, se transmite a las criaturas en la niñez y adolescencia temprana donde empiezan a conectar con ese mismo aislamiento, en el que no comparten emociones, ilusiones, unión con nadie porque siguen la consigna familiar y social heredada de «estamos solos y nadie quiere a nadie de verdad». 

Se dice que en las grandes ciudades estamos más solos y solas que en cualquier otro sitio, porque vivimos cerca de muchas personas, pero sin apenas contacto con ellas y eso produce una sensación de impotencia y de pena. En las poblaciones más pequeñas la soledad es de otro tipo. Sus habitantes se preocupan unos por otros, puesto que la ayuda en muchas ocasiones significa asegurar la supervivencia, y en muchos casos comparten lazos familiares. Pero en ambos casos la soledad -como aislamiento social- va por dentro, como la procesión. 

¿Dónde vivimos habitualmente: en las relaciones de amor o en la soledad?

La soledad nos sumerge en un estado de honda pena, de abatimiento, de depresión existencial de la que huimos buscando compañía, relaciones que poder consumir como si fuéramos los hombres grises de Momo, para poder sobrevivir. Sin embargo, la soledad no es sólo la «carencia de compañía». Esta definida como un estado de «pesar y melancolía que se siente por la ausencia, muerte o pérdida de alguna persona o cosa». La ausencia es la del amor. Todas y cada una de las relaciones o las posibles relaciones que se han ido perdiendo en el camino a la ilusión, la alegría y la felicidad nos trasladan a la noche oscura del alma del ser humano.

La persona que elige aislarse no lo hace libremente, aunque afirme eso. Lo hace porque el daño se ha apoderado de ella completamente y ha dejado de tener esperanza, de creer en sí misma y en el ser humano. Puede estar enfadada, triste o sentirse culpable. O una combinación de las tres. Acabamos siendo como el abuelo de Heidi versión hombre o mujer y con otra edad, pero desterrados de las relaciones de verdad. Si en la infancia nos castigaban mandándonos a la habitación o nos abandonaban con nuestras pequeñas o grandes preocupaciones sin dar solución a ninguna de ellas porque preferían el sometimiento a la soledad que crear un vínculo profundo, ahora seguimos haciéndolo con nosotros y nosotras mismas. Más obedientes que los perros de Pavlov.

Es importante tomar fuerzas y conectar la ilusión de rescatarnos del rincón, de entregarnos a buscar la relación o relaciones que nos saquen del aislamiento y nos conecten de nuevo con nuestra verdadera esencia, la de seres sociales.

Es posible que no reconozcamos que nos sentimos solos o solas porque la sensación de conectar con ello es como si nos quitaran la bombona de oxígeno cuando estamos sumergidos en el océano a dos mil pies. Mientras podamos, hacemos terapia ocupacional o llenamos esa soledad con todo tipo de consumo: relaciones superficiales, trabajo, dinero, etc. Es cuando pasan los años y nos acercamos peligrosamente al final de esta vida cuando la soledad hace su aparición bruscamente. Ya no podemos taparla más, disimular, mirar a otro lado. Estamos frente a ella. ¿Qué hacer en esos momentos? ¿Se puede hacer algo o ya es demasiado tarde? Por supuesto, nunca es demasiado tarde. El mejor momento para empezar es ahora mismo, independientemente de la edad o las circunstancias. No podemos permitir vivir en el aislamiento y no buscar resolver esa situación.

Lo primero es conectar con esa sensación. ¿Nos sentimos solos o solas y no queremos verlo? Abramos los ojos, porque lo de «ojos que no ven, corazón que no siente» no es un sistema muy científico. Además, después de verlo, tenemos que elegir entre dos subgrupos de soledad: la soledad que sentimos porque no tenemos a nadie que nos quiera o la soledad que sentimos porque no tenemos a nadie a quien querer. Está claro que la soledad es la soledad, pero para empezar por algún sitio a resolver esta situación con, por lo menos, una relación de amor, es importante saber qué es más urgente en nuestro caso: que nos den amor o que cojan nuestro amor. Como siempre, la tercera parte es ir a por ello.

Así queda el esquema:
  • Conectar con la soledad.
  • Saber si necesitamos dar o recibir amor.
  • Ir a por ello.
Todo esto con la conciencia de que la soledad es antinatural y genera sufrimiento y con la voluntad de no permitir ni aceptar el aislamiento. La vida es maravillosa, es un regalo y lo natural es compartirla, amar y sentir que nos aman, que somos importantes para los otros–y devolver esa misma sensación, es decir, recibir y dar, dar y recibir-, saber que están a nuestro lado siempre –y que ese estado es recíproco- y construir juntos una red de relaciones de amor. 

El cuarto punto dentro del esquema, es que abandonemos el fatalismo y apostemos porque es posible y además imprescindible hacerlo ahora. Ahora. Ahora. Ya. 

2 comentarios:

  1. Qué bien expuesto Maite!

    Lo antinatural, nos mata. La soledad es una muerte lenta. Vamos pues a por esas relaciones de amor (a constuirlas, a mantenerlas, a difrutarlas!!)

    un besazo enorme,

    Leire

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  2. La soledad es una caca!! Eso de que nacimos y morimos solos es digno de pedorreta. A por las relaciones de amor!!!! yuhuuuuu..... Lorena.

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