3 de junio de 2012

¡Niño, me sacas de quicio!

Los niños y las niñas no son propiedad de nadie, son el futuro de la humanidad.

A medida que crecen, van descubriendo el mundo: lo que se puede y lo que no se puede, lo que está bien y lo que no, hasta dónde ir y dónde parar. Es decir, los límites. Para enseñarles y guiarles están los padres y las madres y, en general, todos los adultos, ya que esto lo entienden como un acto de amor, y buscan saber hasta dónde nos vinculamos con ellos y hasta dónde los amamos. 

 

Echan auténticos pulsos para saber cuál y cuánto es nuestro poder, y fundamentalmente, cómo lo utilizamos. 

 

La responsabilidad de nuestras reacciones es exclusivamente nuestra. Cuando decimos «no puedo más» lo que hacemos es culpabilizar a esos pequeños de nuestra falta de poder y recursos, y repetir historia porque eso es lo que, probablemente, hicieron en nuestro caso. Es reconocer que no podemos con una niña o un niño de dos, cuatro o seis años. ¿Qué haremos entonces cuando tenga quince si tiramos la toalla con los primeros años de vida? Tirar la toalla es descontrolar, reaccionar con enfado o pasotismo ante determinados comportamientos naturales en la infancia que siguen buscando medir hasta dónde llega el adulto. No es necesario haber reaccionado así como pauta creando un hábito porque, para saber que hemos tirado la toalla, es suficiente con haberlo hecho una vez.

 

Estamos aquí para educar, enseñar, mostrar, guiar con amor y firmeza. ¿Paciencia? Por supuesto, su vida está en nuestras manos y no somos más que esa persona de corta edad, no estamos por encima de ella, solamente ocupamos un rol en la relación que nos da un poder y una gran responsabilidad. «Le pertenecemos» para que se desarrolle tranquila, defendiendo todos sus derechos de ilusión, aprendizaje y felicidad.

 

Por eso, que un padre o una madre grite a su hijo o hija o le trate con violencia es inaceptable. Es faltar el respeto a un ser humano, tenga la edad que tenga, con el beneplácito de parte de la sociedad, que no interviene. 

 

Si un adulto tiene un mal día, se aguanta. Si le van mal las cosas y está nervioso, lo resuelve. Si está enfadado o triste, no se desahoga con nadie, y menos con alguien que aún está en proceso de crecimiento y maduración por lo que no dispone de medios para defenderse. Así, comienza a vivir su propio infierno y sufre porque su familia no le proporciona toda la felicidad del mundo, sino todo lo contrario. A eso se le llama ABUSAR. Y aunque el adulto rectifique más tarde, el daño ya está hecho, y puede llegar a ser irreparable, porque el amor se entendía que era incondicional y para siempre.

 

Cuando nos desahogamos con ellos, los pequeños sienten que son malos o que su amor no es ninguna alegría para su padre o su madre. Y esto es un estigma que lo mantendrán el resto de su vida, a no ser que puedan eliminarlo, para lo cual van a tener que enfrentarse al hecho más duro: en su casa no les querían por encima de todo, por encima del enfado, la pena o el sufrimiento.

 

Independientemente de lo que ocurra más adelante, e independientemente de la reacción o falta de reacción de los progenitores, el resto de la sociedad adulta tenemos la responsabilidad de defender a esos niños y niñas de todo trato vejatorio, aunque exista una «tolerancia» generalizada para ese tipo de comportamientos.

 

Denunciar públicamente cualquier tipo de maltrato –gritos, azotes, amenazas, desvaloración- tiene dos efectos importantes: por un lado, quien lo perpetra -sea padre, madre, abuelo, tía o profesor- deja de tener vía libre para ese tipo de relación jerárquica y de abuso y por otro, quien lo sufre, el niño o la niña, ve que lo que hacen con él o con ella no está bien, y que además hay personas que los defienden. ¿Que pueden seguir haciéndolo en casa? Sí, pero el pesimismo sólo ayuda al miedo y a la inmovilidad. Lo denunciamos públicamente en el momento en que estamos siendo testigos de ello. Si hace falta se denuncia legalmente a estas personas que, en teoría, se hacen cargo de la crianza y la educación, se busca ayuda en asociaciones de defensa de la infancia, etc.

 

Además de tener en cuenta los dos motivos arriba expuestos, estamos legitimados para denunciar porque ninguna persona adulta, sea padre o madre, es «propietaria» de una menor y porque ésta no puede defenderse aún. Por lo tanto, ayudemos a crear una sociedad justa, igualitaria, respetuosa empezando por los cimientos, y hoy en día, la base son los niños y las niñas. En el caso de que nosotros hayamos tenido esa experiencia negativa de pequeños, es nuestra responsabilidad evitar que las nuevas generaciones pasen por esa situación y tenemos el poder de hacerlo real.

1 comentario:

  1. Los niños necesitan descubrir el mundo desde la felicidad. Es una verdad universal como un templo. Todos somos responsables de los niños. Personalmente la socorrida frase de los padres maltratantes de "es mi hijo y le educo como quiero" me tensa, como tú bien dices los hijos no son propiedad y no están a merced de los estados anímicos y problemas que unos padres o una sociedad insensible. Nos vemos reflejados en los niños. Todo el amor y cuidado para ellos. Lorena.

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